Hay un error persistente en la forma en que medimos las crisis económicas. Reducimos su impacto a números como la inflación, el déficit fiscal o la caída del PBI, como si la vida real pudiera resumirse en gráficos y porcentajes. Sin embargo, la economía de la ansiedad nos recuerda que las crisis no solo golpean el bolsillo: moldean el cuerpo, afectan la salud mental, atraviesan la subjetividad y dejan marcas invisibles que el mercado no registra, aunque las produce y las explota.
Cuando Michel Foucault describía la biopolítica, señalaba que el poder moderno no se limita a dictar leyes o castigar infracciones, sino que gestiona la vida misma. Produce cuerpos dóciles y sujetos funcionales a un determinado orden. En la economía contemporánea, esta gestión pasa por otro tipo de control: el de la ansiedad. No es solo un efecto colateral de la inestabilidad, sino un recurso productivo. Un trabajador ansioso es más moldeable y más dispuesto a aceptar condiciones desfavorables para no quedarse afuera. Un consumidor ansioso compra antes de que suba el precio, incluso aunque no lo necesite.
El neoliberalismo encontró la fórmula perfecta: convertir la incertidumbre en motor de rendimiento. La amenaza constante de perder el empleo, de que el dólar se dispare o de que las reglas cambien de un día para otro no paraliza, sino que obliga a moverse, a buscar nuevas fuentes de ingreso, a sobretrabajar. El estrés deja de ser una enfermedad para convertirse en un modo de vida. No es cuestión de mala suerte ni de ineficiencia individual: es una organización sistemática del malestar que afecta directamente la salud mental y el bienestar.
Vivimos en una sociedad del rendimiento que se explota a sí misma, y esa autoexplotación se cultiva en el terreno fértil de la inseguridad crónica. Cada aumento de tarifas y cada inflación mensual no solo erosiona el poder adquisitivo, sino que corroe la estabilidad emocional. Se traduce en insomnios, contracturas, gastritis y ataques de pánico en la cola del banco. Los consultorios de psicólogos y las farmacias que venden ansiolíticos conocen de primera mano el índice real de la recesión.
La economía de la ansiedad es también una economía política. Mantener a la población en un estado permanente de alerta es una estrategia de control: un ciudadano preocupado por llegar a fin de mes difícilmente tendrá energía para organizarse políticamente o cuestionar el sistema que lo oprime. La ansiedad no es solo un síntoma: es una herramienta de gobierno.
Pensar la crisis únicamente como un problema económico es reducir su alcance real. La salud mental, la calidad de vida y el bienestar son víctimas directas de la inestabilidad. No hay estadísticas oficiales sobre el número de noches de insomnio o de litros de café que la gente necesita para soportar el día, pero esos datos invisibles son los que marcan la profundidad real del daño. Comprenderlo no es solo un ejercicio de sensibilidad: es una urgencia política. Porque si no entendemos que la crisis se instala también en la piel, en la respiración y en el modo en que nos relacionamos, seguiremos creyendo que se resuelve únicamente con medidas monetarias, cuando en realidad nos está exigiendo una transformación mucho más radical.
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Bibliografía
- Foucault, Michel. Vigilar y castigar. Nacimiento de la prisión. México: Siglo XXI, 2002.
- Foucault, Michel. Historia de la sexualidad I. La voluntad de saber. México: Siglo XXI, 2005.
- Han, Byung-Chul. La sociedad del cansancio. Barcelona: Herder, 2012.
- Han, Byung-Chul. La sociedad del rendimiento. Barcelona: Herder, 2015.
- Berardi, Franco “Bifo”. La fábrica de la infelicidad: nuevas formas de trabajo y movimiento global. Madrid: Traficantes de Sueños, 2003.
- Illouz, Eva. El consumo de la utopía romántica. Buenos Aires: Katz, 2007.