Hace tiempo que noto una transformación silenciosa en cómo hablamos de felicidad. Ya no es ese horizonte difuso y abierto que cada uno podía imaginar a su manera, sino un producto, un plan de acción, un itinerario medible. La felicidad se ha vuelto un objetivo con cláusulas y plazos, algo que se puede (y debe) gestionar. Como si fuera un contrato tácito que firmamos con nosotros mismos y con el mercado.
En apariencia, esto suena emancipador. Vivimos en un tiempo en el que el bienestar emocional ya no se considera un lujo: se reconoce su importancia y se le asigna un lugar central en la vida. Pero esa centralidad ha sido secuestrada por la lógica del consumo. Lo que antes podía surgir de un tiempo de ocio, de un vínculo sólido, de un sentido existencial, ahora se ofrece empaquetado en cursos de mindfulness, aplicaciones de meditación guiada, retiros de fin de semana, libros de autoayuda, sesiones de coaching. Cada uno con su promesa y, por supuesto, su precio.
Michel Foucault advertía que las formas modernas de poder no operan solo prohibiendo, sino produciendo modos de vida deseables. La felicidad, en este marco, ya no es solo un sentimiento: es un mandato. No basta con vivir, hay que estar bien. Y no basta con estar bien: hay que demostrarlo. Gilles Lipovetsky describió este fenómeno como parte de la “cultura de la felicidad obligatoria” propia del individualismo contemporáneo. No se trata únicamente de buscar el bienestar, sino de cumplir con un ideal socialmente aceptado de cómo debe sentirse y mostrarse una persona “realizada”.
Eva Illouz aporta un matiz crucial: el discurso emocional moderno ha convertido la vida afectiva en un terreno de gestión personal. El lenguaje terapéutico, filtrado por la lógica del mercado, nos hace pensar que el bienestar depende casi exclusivamente de ajustar nuestros pensamientos y emociones, minimizando el peso de las estructuras sociales y económicas. Así, la felicidad se vuelve un asunto privado, desconectado de las condiciones materiales que la hacen posible o imposible.
Lo inquietante es que esta mercantilización no siempre se percibe como imposición, porque se viste de libertad. Nadie nos obliga a pagar una suscripción para una app de meditación o a contratar un retiro de bienestar; pero al mismo tiempo, se nos bombardea con la idea de que, sin esas herramientas, algo falta. El resultado es una forma sutil de dependencia: para “estar bien” necesito consumir. Para “equilibrar” mi vida, debo acceder a servicios, programas y experiencias que el mercado define como saludables.
A veces pienso que el problema no es que existan estas ofertas —algunas incluso pueden ser útiles—, sino que hemos delegado en ellas la responsabilidad de nuestra vida emocional. Como si el bienestar fuera un producto externo y no un tejido frágil que se construye en el día a día, en relaciones de cuidado, en proyectos con sentido, en espacios de resistencia al ritmo acelerado. Cuando la felicidad se contrata, se paga no solo con dinero, sino con la renuncia a pensarla y construirla fuera de los marcos que el mercado propone.
Tal vez, lo más urgente sea recuperar la capacidad de imaginar la felicidad por fuera de la oferta disponible. No para negar la ayuda que ciertas herramientas pueden brindar, sino para recordar que el bienestar no es un paquete que se compra, sino un campo abierto que se habita. Y que, como todo lo que importa, requiere más tiempo, más comunidad y más reflexión de la que ningún contrato puede garantizar.