A veces siento que el tiempo se me escurre como agua entre los dedos. No me refiero a “andar ocupado” —esa palabra ya está gastada y domesticada por el lenguaje de la productividad—, sino a una sensación más densa, más opaca, como si cada día estuviera lleno de acontecimientos pero, al llegar la noche, no pudiera decir con claridad qué viví. Hartmut Rosa lo llama aceleración social: un mundo que no nos concede respiro, que nos obliga a correr no para llegar, sino para no quedar atrás. Es una carrera sin meta y sin pausa, donde la única certeza es que no podemos detenernos sin sentir que algo se pierde.
Cuando leí por primera vez a Rosa, pensé que hablaba de un fenómeno puramente externo: la rapidez de la tecnología, la inmediatez de la comunicación, la compresión de distancias. Pero con el tiempo —ironías de la vida— comprendí que esa aceleración no se aloja solo en el calendario ni en el reloj, sino en el cuerpo. La llevo conmigo al acostarme, cuando repaso mentalmente tareas pendientes, y me despierto con ella, antes incluso de que suene la alarma. Es una presencia íntima y constante, una ansiedad de fondo que marca el compás de la vida.
Siglos atrás, San Agustín se hizo una pregunta que todavía nos persigue: ¿qué es el tiempo? En sus Confesiones, admitía que si nadie le preguntaba, lo sabía; pero si intentaba explicarlo, se le escapaba. La intuición agustiniana revela algo esencial: el tiempo es, a la vez, lo más evidente y lo más esquivo de nuestra experiencia. Lo sentimos pasar, lo medimos, lo planificamos, pero no logramos asirlo en un concepto estable.
Hoy, a esa dificultad metafísica se le añade una trampa histórica: el tiempo parece no pertenecernos. No es solo que sea difícil definirlo, es que se vive hipotecado para después. Está anticipado, fragmentado, colonizado por agendas y compromisos que lo orientan hacia un futuro inmediato: el correo electrónico que espera respuesta, la reunión que se adelanta, la lista de pendientes que nunca termina. No lo habitamos; lo administramos.
Me descubro, a veces, planificando un momento de descanso como si fuera una tarea más, un ítem en una lista. Ese instante, que debería ser gratuito y espontáneo, queda atrapado en la lógica de la programación. Ahí entiendo lo que Rosa llama desincronización: el desajuste entre el ritmo de mi vida interior y el compás del mundo exterior. Cuando coinciden, algo se calma; cuando no, se instala esa sensación amarga de estar siempre tarde, incluso si llego puntual.
La desincronización no es solo un malestar individual; es un síntoma de cómo el tiempo, bajo la lógica capitalista, se convierte en un recurso explotable. El tiempo ya no es “lo que pasa” sino “lo que se utiliza”. Y en ese uso, en esa administración permanente, se erosiona la posibilidad de vivir el momento sin una utilidad asociada.
No tener tiempo hoy no es únicamente un problema de agenda; es una forma de estar en el mundo. Es vivir bajo la premisa de que cada minuto debe rendir. El tiempo libre deja de ser libre y se vuelve tiempo de recuperación para volver a producir. Y aquí aparece un daño silencioso: la pérdida de la capacidad de habitar lo que hacemos mientras lo hacemos. Comer mientras respondemos mensajes, caminar mientras escuchamos audios pendientes, conversar mientras pensamos en lo próximo. El presente queda reducido a un intermedio entre lo que pasó y lo que vendrá.
San Agustín intuía que el presente es el único tiempo que realmente tenemos, pero Rosa nos advierte que este presente está siendo corroído por la presión constante del futuro. Entre ambos, se dibuja un mapa de nuestra crisis temporal: vivimos atrapados en un flujo que no se detiene, donde cada pausa parece un lujo o una transgresión.
Quizás la verdadera rebeldía, en medio de tanta prisa, sea dejar que un instante dure lo que tiene que durar, aunque afuera el mundo siga corriendo. Suspender por un momento la lógica del rendimiento y permitir que algo —una charla, un silencio, una caminata— exista sin finalidad productiva.
Recuperar el tiempo no significa retroceder a una vida más lenta por romanticismo, sino reconquistar el derecho a decidir cómo vivirlo. Tal vez nunca podamos responder del todo a la pregunta de San Agustín sobre qué es el tiempo, pero sí podemos decidir cómo queremos que nos encuentre cuando lo sintamos pasar.
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Bibliografía
Agustín de Hipona. Confesiones. Madrid: Alianza Editorial, 2015.
Rosa, Hartmut. Aceleración y alienación: hacia una teoría crítica de la temporalidad en la modernidad tardía. Buenos Aires: Katz Editores, 2011.
Rosa, Hartmut. Resonancia: una sociología de la relación con el mundo. Barcelona: Herder, 2019.